Estimado Legislador:
En estos momentos, en la legislatura porteña y bajo la apariencia de un inocente Proyecto de ley, se pretende gestar el mayor negocio del siglo en perjuicio de todos quienes viven o trabajan en edificios de Propiedad Horizontal.
Un grupo minúsculo de Administradores de Consorcios pretende monopolizar la función de administrar los 180.000 edificios de la ciudad, mediante una ley que les otorgará el derecho a gravar discrecionalmente la actividad, y además, la facultad exclusiva de juzgarse a sí mismos en caso de mal manejo del Consorcio y del dinero de las expensas.
El administrador de consorcios es la persona elegida por los propietarios de las distintas unidades de un edificio para ocuparse de la gestión y mantenimiento del mismo.
Si se sanciona el aludido proyecto, éstos se verán privados del derecho constitucional a designar a quienes ellos mismos consideren más adecuados para esa tarea.
Con la excusa de reformar la ley 941 de Registro Público de Administradores, se intenta despojar al Estado de su facultad de controlar dicha actividad, para entregarla a una Corporación privada.
Tras el nombre de “Colegio Profesional”, se encubre un fabuloso negocio, que sin duda terminará encareciendo aún más las expensas.
Queremos leyes que favorezcan a la gente.
No queremos más leyes que oculten negocios para pocos.
Según los fundamentos del mencionado Proyecto, se propone la “colegiatura” como el mejor instrumento para regular la actividad del administrador de consorcios.
Sin embargo, el argumento así expuesto, es engañoso, pues lo que se busca en realidad es un colegio único, de carácter privado, utilizando para lograrlo, al propio aparato del Estado.
Por supuesto que resulta loable que quienes se dedican a una misma actividad organicen colegios profesionales con el objeto de defender sus derechos y jerarquizarse mediante su esfuerzo y ejemplo.
Pero es sumamente cuestionable que sea el Poder Público quien organice un colegio único y con carácter de obligatorio para entregar su gobierno a un grupo privado.
La pregunta que surge a primera vista es: ¿Por qué razón no es cuestionable la existencia de otros Colegios similares tales como los de contadores, abogados, ingenieros o médicos y sí lo es uno de Administradores de Consorcios? ¿No es verdad que el buen sentido indicaría que son los mismos integrantes de cada actividad los más aptos para establecer las condiciones de ejercicio de cada profesión junto con sus normas técnicas y éticas?
La respuesta es bien sencilla: porque mientras los contadores, médicos, abogados e ingenieros profesan un arte u oficio, los administradores "gerencian" bienes ajenos.
La diferencia entre practicar un arte u oficio y gerenciar bienes de otros, consiste en que en el primer caso el profesional debe ceñir su actuación a determinadas normas técnicas, así le guste o no a su cliente, mientras que el gerenciamiento tiene por objeto el manejo de bienes de terceros con una eficacia y sobre todo, una economía, que en todos los casos depende exclusivamente de la valoración de los dueños de esos bienes.
Dicho de manera más sencilla: las personas no pueden imponerle al Contador que ejecute un balance al margen de las normas técnicas de rigor, ni al médico que les prescriba tal o cual droga, o al arquitecto que siga directivas técnicas que se aparten de las reglas de su arte.
O al abogado, que se dirija al juez en términos que no sean aquellos procesalmente admitidos.
En cambio, los propietarios sí pueden exigirle al Administrador que en sus contrataciones (pintura, plomería, albañilería, etc.) elija el proveedor que, además de cumplir con las leyes, sea el más económico o conveniente a sus intereses según lo que decidan por asamblea.
Administrar consorcios consiste en realizar gestiones que desde luego, difieren sustancialmente de las tareas de las demás profesiones liberales.
El administrador no está obligado por ley a aconsejar, sino a ejecutar.
Y lo que hagan cumpliendo ese cometido afecta directamente el bolsillo de sus administrados.
¡Tamaña diferencia! La ley 13512 dice muy claramente que el administrador “tendrá facultades para administrar las cosas de aprovechamiento común y proveer a la recaudación y empleo de los fondos necesarios para tal fin”.
Y por si fuera poco, agrega: “Dicho representante podrá elegir el personal de servicio de la casa y despedirlo”.
(Art.9 inc. a).
Es de interés del Estado que las contabilidades, cuando son obligatorias, se lleven siguiendo un orden, como también que el cuidado de la salud se lleve a cabo por profesionales reconocidos, que los edificios sean construidos siguiendo normas estrictas de seguridad, que los escritos interpuestos ante la Justicia guarden un estilo predeterminado, etc.
En todos esos casos, lo importante de cada profesión es el aspecto académico.
Es por ello elemental que quienes están más capacitados para gobernar la profesión son los propios profesionales.
Obviamente, no es el caso de los administradores.
Y no solamente los de Consorcios, sino que el argumento es válido para cualquier administrador de bienes ajenos.
¿Qué diríamos, por ejemplo, si los gerentes de sociedades comerciales pretendieran formar un colegio único para obligar a las empresas a escogerlos de una lista que ellos mismos monopolizaran? Sería absurdo, ¿verdad?.
Los directores de las empresas dirían de inmediato: “Nosotros tenemos la libertad de confiar el manejo de nuestros bienes al gerente que a nuestro único y exclusivo juicio nos parezca más apto.
Porque todos sabemos que en lo tocante al manejo de dineros ajenos, la solvencia técnica es muy importante pero mucho más lo es la honestidad.
Todo cercenamiento a los condóminos de un edificio, de esa libertad de elección, constituye una violación constitucional a la protección del derecho a usar y gozar de la propiedad.
Ese es el sentido, dicho sea de paso, de lo que se entiende por "garantía constitucional": que es el compromiso del Estado a no interferir en la discrecionalidad de la gente respecto del manejo de sus propios bienes.
Es cierto que existen en la actualidad administradores que abusan de los poderes que les confieren sus mandatos, o cumplen de manera irregular su cometido y sería deseable regular o contener de algún modo esos abusos.
Pero la solución no puede pasar por quitarle a los propietarios su libertad de elección, o suplirla por la voluntad de otros.
Mucho menos transferirla a los propios administradores agremiados (!).
Se debe capacitar a unos y a otros, elevando la calidad del servicio y promoviendo la cultura de la convivencia.
Lo que este proyecto de Colegio busca, está claro, es hacer prevalecer el aspecto profesional que sin duda posee la actividad de administrar, por sobre aspectos mucho más importantes y decisivos, que son: la honestidad, la confianza, la buena fe y todos esos imponderables que son esenciales a la hora de decidir a quién confiarle el manejo de los propios bienes.
Por supuesto que detrás de todo está la intención velada por parte de ese Colegio de poder llegar a acuerdos globales para toda la ciudad con determinados proveedores, haciendo de todo esto una fuente inagotable de negocios.
Nadie se opone a que los administradores con verdaderas inquietudes por jerarquizar su actividad funden agrupaciones, impartan cursos de formación y perfeccionamiento y sometan a sus afiliados a tribunales de disciplina.
En todas partes del mundo ocurre y normalmente promueven una sana competencia que pesa, sin duda, en las posibilidades de cada candidato a la hora de ser elegido por las asambleas.
Pero usar el poder público para sacar una ley de fundación de un Colegio único y obligatorio, entregándolo luego al grupo generador de la idea resulta francamente repugnante.
Contraría no solamente las Constituciones nacional y de la Ciudad, sino las más elementales normas de derecho de cualquier país civilizado que se llame republicano y democrático.
Finalmente, en los fundamentos del proyecto se hace alusión a la legislación de otros países que cuentan con instituciones similares a la propuesta.
Eso es una verdad a medias y, como todas las verdades a medias, resulta absolutamente falsa.
Haciendo a un lado los argumentos puramente jurídicos que hemos expuesto, para juzgar la conveniencia o inconveniencia de un Colegio único de administradores hay que tener en cuenta el especial marco legal que tiene hoy la Propiedad Horizontal en nuestro país y el gravísimo estado de indefensión que afecta a los propietarios de departamentos o locales.
Básicamente son dos las circunstancias responsables de esa debilidad constitucional de nuestro régimen legal nacional, a saber:
1ª.
Por la ley nacional de Propiedad Horizontal 13512, el único órgano con que los propietarios cuentan para controlar la actuación de su administrador, es la Asamblea.
En la mayoría de los Reglamentos de Copropiedad y Administración de los edificios, la Asamblea puede desplazar al Administrador sólo en caso de reunir el voto de los 2/3 de todos los propietarios.
Puede deducirse la extrema debilidad en que el sistema coloca a los propietarios frente a los administradores.
Piénsese en las dificultades que encuentra cada consorcio en reunir en asamblea, del 66,66% de todos sus propietarios en un mismo día, a una misma hora y en un mismo lugar….
En consorcios de numerosas unidades, eso suele transformarse en una tarea imposible, de manera que en ellos la administración se hace prácticamente inamovible.
2ª.
Para colmo, el Código Procesal equipara el trámite de ejecución judicial de las certificaciones de expensas que libran los Administradores, con el de los cheques y los pagarés, de manera que los poderes que actualmente tienen esos gerentes son, sin duda, desmesurados y hasta abusivos.
La ley los faculta a certificar las deudas por expensas que ellos mismos realizan, lo cual coloca al régimen al borde de lo absurdo.
Atento a esa precaria situación legal que sufren los propietarios, cabe preguntarnos: ¿Resulta aconsejable que el Estado se ocupe de proteger “la libertad y dignidad de la profesión del Administrador”, según se dice en los fundamentos del proyecto? ¿Es razonable permitir que, dichos administradores se agremien en una corporación única y obligatoria para todos, donde un grupo decidirá quiénes pueden o no ejercer la actividad? ¿Es justo institucionalizar su facultad de juzgar la corrección o incorrección del desempeño de todos los administradores de la ciudad? ¿Es prudente conferirles el derecho de gravar a discreción la ejecución de sus tareas, imponiendo el pago de cánones que ellos mismos decidirán en cada ejercicio, sin control alguno? ¿Se ha pensado acaso en el impacto que esa carga causará, finalmente, en las expensas?
EN CONSECUENCIA, LLAMAMOS SERENAMENTE LA ATENCIÓN DE LOS SEÑORES LEGISLADORES Y DE LA OPINIÓN PÚBLICA EN GENERAL SOBRE EL PELIGRO DE ERIGIR UNA NUEVA CORPORACIÓN QUE PERJUDICARÁ CIERTAMENTE A TODOS QUIENES VIVEN, TRABAJAN Y PAGAN EXPENSAS EN EDIFICIOS DE PROPIEDAD HORIZONTAL.
Cordialmente,