Es duro reconocerlo, pero los argentinos, hoy, nos sentimos como chapoteando en un lodazal.
Y no exageramos.
Basta encender la TV, la radio, o echarle un vistazo a los diarios, para comprobarlo.
Y nos apartamos de esos medios con una especie de nausea, cansados de sufrir reiteradamente la exaltación morbosa de todo lo negativo que se encuentra en la vida pública argentina.
Al margen de la gravedad indiscutible de ciertos hechos que se dan a conocer, y de la imperiosa necesidad de que tomen estado público, no hay que ser muy inteligentes para deducir que todos los programas periodísticos que aparecen inocentemente como dedicados a difundir noticias son, en verdad, puntas de lanzas de intereses políticos y económicos que luchan ferozmente entre sí.
Que todo ello oculta una sorda campaña que apunta a las elecciones del año que viene.
Sea para ganarlas o para hacer que los contrincantes pierdan.
En un fuego cruzado donde la vida queda reducida a un plano exclusivamente político, vaciada de aquellos valores sociales y culturales que hacen a la existencia en comunidad digna de ser vivida.
Una campaña despiadada que trata de que cada habitante se convierta en un militante, adhiriendo a uno u otro grupo.
Vistiendo una camiseta, u otra.
Además, en la abundante verborrea que exudan casi todos esos programas, se nota una alarmante falta de ideas claras, transformando el diálogo que entablan, en ruido ensordecedor.
Cada cual exponiendo su discurso, su esquema preconcebido sin escuchar al otro, con absoluta incapacidad para reflexionar y sacar conclusiones.
En realidad, han desaparecido el diálogo y el razonamiento, habiendo sido reemplazados por mera cháchara y vedetismo.
Claro, pero esa es sólo la vidriera.
Por detrás de ella, están los que mandan: políticos y empresarios, sindicalistas y banqueros, que son los que arman el escaparate.
Cada uno atendiendo exclusivamente a sus intereses y sobre todo, a los números que miden su imagen pública, elaborada por cuestionables encuestadores.
Esa absoluta superficialidad pudo advertirse, por ejemplo, en la reciente audiencia pública destinada a ventilar el tema de las tarifas de servicios de gas.
Allí se ha visto cómo operan y cómo se comportan los verdaderos agentes del poder en Argentina.
Cada uno ha hecho de su intervención una tribuna para difundir sus ideas acerca del tema, pero ninguno ha ido al fondo del asunto, a lo que realmente le interesa al hombre y la mujer comunes.
Todos sabemos que por un lado, están los que creen que los servicios públicos deben ser prestados por empresas privadas, y por el otro, están quienes creen que esos servicios, por ser esenciales a la población, deben ser suministrados por empresas estatales.
Pero ni los unos ni los otros han sido capaces de hacer una sana autocrítica y ver qué cuota de error tiene su postura, atento a las numerosas experiencias que hemos tenido en el pasado con uno y otro sistema.
Y mucho menos han sido capaces de bajar de las ideas al plano de la realidad: No han estudiado específicamente el tema, no han desmenuzado las cláusulas del contrato de concesión vigente.
Ni el texto de las disposiciones legales que creaban los famosos "subsidios".
No han quedado en claro los montos concretos de estas erogaciones que el Estado hizo en favor de las empresas, ni las condiciones que se pactaron con ellas como contraprestación.
Ni mucho menos aún se han difundido los nombres de los funcionarios responsables de la redacción y control del cumplimiento de la letra menuda de esas negociaciones...
El buen sentido del laburante común intuye que allí, precisamente, está "la madre del borrego".
Porque, con toda probabilidad, aquellos enormes montos de dinero desembolsados por el Estado han sido desviados de las finalidades previstas, para ir a parar a otras manos.
Y la veracidad o falsedad de este hecho debiera ser la pauta determinante de cualquier política seria a seguir en lo futuro materia energética.
Esa es la impresión que queda en la opinión pública, sin duda insatisfecha.
Porque al margen de la razonabilidad o irrazonabilidad de los aumentos propuestos para las futuras tarifas, no queda en claro cuál sería su real destino.
Cuesta creer que se exija al usuario, además de un precio justo, garantizarle a las empresas inversiones y ganancias.