Hace muchos años, cuando venía el "doctor" porque había alguien enfermo en casa, era toda una ceremonia.
Se preparaba una botella de alcohol fino y una tohalla almidonada, junto con una palangana, para que el médico se lavara las manos antes y después de atenderlo.
Recuerdo a mi madre regando en abundancia esas manos extendidas con un gesto que revelaba la frecuentación del quirófano, hasta que el galeno decía "está bien así" y se secaba con unción.
Esa pequeña ceremonia cargada de respeto hacia el paciente y hacia una profesión que entraña riesgos ciertos de toda suerte de contagios bacterianos, ha desaparecido en el tiempo, junto con tantas cosas buenas que teníamos los argentinos.
Hoy no ocurre lo mismo.
El profesional de la obra social suele llegar con una valija que le ha acompañado en toda su recorrida y la apoya promiscuamente en la cama del enfermo.
Su aspecto es desaliñado, tiene el guardapolvo descuidado y sus manos están sucias.
Nada que ver con la imagen de aquél médico de hace años.
¿Qué pasó desde entonces?
¿Qué nos ha pasado a los argentinos, que las crisis nos hacen olvidar hasta el aseo?
Con todo respeto y aún reconociendo la cantidad enorme de problemas que pesan sobre el ejercicio de la profesión médica hoy, la estrechez de recursos, la falta de insumos, la mala paga, etc., etc., creemos que es injustificable olvidar elementales reglas de higiene que en los países normales, rigen desde la época de Luis Pasteur.
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Todo el país
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¡LAVESE LAS MANOS, DOCTOR!
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