Se aproximan tiempos de elecciones y la gente espera algo más que el clásico espectáculo de una lucha desesperada por ocupar espacios de poder para disponer de puestos públicos que sirvan a su vez para retribuir favores.
Tampoco queremos ver empapeladas nuestras ciudades con costosos carteles que muestran caras exultantes de triunfalismo.
Como si acceder al poder fuera una tómbola en lugar de la pesada carga de resolver problemas colectivos.
La política criolla, poblada de frases vacías de contenidos y centrada en la acción de “punteros”, ha sido un vicio que nuestro país no ha sabido superar desde la época del nacimiento del sufragio.
Lo que se espera de nuestros políticos son propuestas genuinas enderezadas a mejorar la calidad de vida de la población. Una discusión seria en torno a los grandes problemas nacionales: la necesidad de seguir reactivando la economía sin caer en la ciénaga de la inflación, la elaboración de un concepto de “ganancia lícita” que evite los abusos del mercado sin caer en la receta fracasada tantas veces de los precios máximos, una única y equitativa ley de impuestos, una reforma al régimen de Propiedad Horizontal que impida abusos en perjuicio de la enorme población urbana del país.
El tema de la seguridad y, en fin, el problema de la droga y la irracionalidad de las “bailantas” nocturnas, que comprometen seriamente el futuro de nuestros jóvenes y al que parece que ningún funcionario es capaz de acometer.
¡Vaya si existirían motivos suficientes para quitar la sonrisa de los carteles de publicidad electoral!
Sin duda es preciso elevar el nivel de quienes van a ocupar esos cargos públicos.
Déjennos al menos la esperanza de que algún día esas funciones serán ejercidas por individuos que irradien cierta ejemplaridad.
Personas que se hayan destacado en la actividad privada, o al menos, que hayan demostrado ser buenos administradores de sus bienes.
Y que, al margen de su formación o trayectoria, sean capaces de pensar por sí mismas, tratando de interpretar al pueblo que los votó, apartándose de la vergonzosa “disciplina partidaria”.
Y sobre todo, hombres y mujeres que tengan la honestidad ética e intelectual y el coraje de apoyar al adversario que trabaja, cuando carecen de propuestas alternativas.