Francamente, lo que está ocurriendo en estos momentos en la Argentina es una de las mayores vergüenzas de su historia.
Se manosean las instituciones, se evita la discusión serena de argumentos y se la reemplaza por gritos y payasadas, que dan marco a la más cruda irracionalidad.
Las grandes cuestiones del país se dirimen en la calle, apelando a la fuerza como sistema, degradándose la búsqueda de la verdad al nivel de probar quién puede llevar más gente a las plazas y rutas para vociferar más.
Creemos que nuestro pueblo, al borde de su bicentenario como nación y luego de haber sufrido el azote de tantos malos gobiernos, no merece esta humillación que, además, lo ridiculiza ante la comunidad internacional.
Los consorcistas, esa porción de población que no
representa intereses específicos, a menos que se considere interés específico a la aspiración a vivir en paz, trabajando y pagando impuestos como en cualquier país civilizado, estamos pasmados ante este súbito retroceso a la prehistoria.
Pero como porción numéricamente mayoritaria que somos, no podemos tampoco permanecer silenciosos ante lo que está pasando.
Desde nuestra Fundación siempre hemos manifestado que no aspiramos a representar intereses económicos, políticos, ni ideológicos de ninguna naturaleza, pero sí intentamos interpretar lo que siente y piensa la gente del común, que con su esfuerzo sostiene todo el sistema político.
Nuestro papel en la sociedad consiste en estudiar todo tipo de problemas que hacen a la convivencia urbana, aportando ideas, enseñanza y
asistencia allí donde el Estado y las Corporaciones se desentienden.
Porque sólo con ideas claras y buena voluntad es posible encontrar la paz interior y hacer que cada uno sienta la vida en común como algo valioso.
Por dicha razón, creemos necesario hacer algunas aclaraciones en medio de esta verdadera pesadilla en que el gobierno y el campo nos han sumido desde hace cinco meses.
Desde que la malhadada reforma de la Constitución Nacional del 94 instaurara el derecho de los partidos políticos a ser financiados por el Estado, la actividad política en la Argentina se ha transformado, además, en una actividad lucrativa.
Por ello, se viene operando una creciente politización de la sociedad, en el peor sentido.
Para disimular esta triste realidad, se dice y afirma que “participar en los destinos de la comunidad requiere necesariamente militar en algún partido político”.
Pero ello no es sino una falacia.
Quien trabaja de sol a sol, difícilmente disponga de tiempo para hacer “militancia partidaria”.
Para eso están los representantes en los que él confía.
Así lo consagra la Constitución Nacional cuando dice que nuestro sistema de gobierno es una República Representativa, donde el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes.
Éstos, por otra parte, se supone que deben ser los mejores y no los peores.
Los más capaces, y no los que integran comparsas callejeras.
La política, ámbito de ejemplaridad por excelencia, donde
las mentes más lúcidas y con más fervor patriótico debieran trabajar para solucionar los crecientes problemas que enfrenta la humanidad de hoy, se ha transformado aquí en una brutal carrera por el poder.
Una pirámide donde, por lo general, triunfan los más inescrupulosos, que ven allí la posibilidad de medrar económicamente.
No se puede olvidar la reciente frase de un legislador, que dijo de manera pública: “todos hemos empezado pegando carteles”.
¿Habrán meditado alguna vez Menem y Alfonsín, los
gestores de ese derecho de los Partidos a extraer fondos del Estado para capacitar a sus dirigentes, sobre las reales consecuencias de su brillante idea? ¿Es que se realiza efectivamente esa capacitación? En otras palabras: ¿a qué bolsillos van a parar, concretamente, esos fondos, extraídos a la gente común?
Lo que la realidad prueba acabadamente, es que quienes
hoy ejercen la actividad política, en su amplio espectro, no son, por lo general, políticos.
Un político verdadero no sale a gritar ni a matonear.
Será un ideólogo tal vez,
en el mejor de los casos, pero no un político como se ha entendido a través de la historia.
Muchísimo menos un estadista.
El político verdadero analiza los problemas y las posibles soluciones.
Sabe discutir, persuadir y negociar pragmáticamente para forjar consensos que, más allá de sus preferencias personales, servirán para alcanzar la paz social, que es su objetivo y debiera ser su orgullo.
Pero el político hoy se confunde con el ideólogo, especie singular, poco proclive a ejercer el gobierno porque no sabe negociar.
El ideólogo no busca consensos sencillamente porque cree a
pie juntillas que tiene la verdad.
Es hombre de acción y no de deliberación.
Sirve para las barricadas, pero no para el gobierno.
Esto dicho franca y objetivamente, sin desmedro de sus ideales, que pueden ser altos, sin duda.
Todos sabemos que hay personas que manejan dúctilmente ideas y conceptos, mientras que otras, en cambio, son sus prisioneras.
El ideólogo se jacta de su rigidez, sin darse cuenta que la rigidez es evidencia de debilidad.
Como bien dice el antiguo proverbio chino: “con la mayor edad, el hombre va perdiendo todos sus dientes.
Sin embargo, la lengua lo acompañará siempre”.
Está en la maleabilidad la verdadera fortaleza, que puede ejercerse en el diálogo abierto sin claudicar los principios.
La forma rígida como vienen planteando sus diferencias los grupos de intereses hoy en pugna, impide, además, que la gente del común pueda hacerse una idea cabal de las consecuencias últimas que cada posición acarreará al resto de la sociedad, en lo futuro.
Según la forma en que se ha trabado la disputa, pareciera que se trata de recaudar o pagar más o menos dinero, cuando en realidad, la diferencia es mucho más profunda: Se trata de dos modelos de país para las futuras generaciones de argentinos.
Tengamos memoria y sentido común: aquí se han ensayado varios modelos de gobierno y todos han fracasado: el de los antiguos conservadores, basado en el fraude electoral, el de los militares, con su secuela de horrores, el de los radicales, absolutamente inoperantes y discurseadores, el neoliberal, exterminador del trabajo y creador de miseria.
Y finalmente, tenemos a Cristina, a quienes todos, o casi todos, le deseamos una feliz gestión.
Porque fue elegida por el pueblo, por ser mujer, porque creemos en su capacidad y
sus buenas intenciones.
Y finalmente, porque los argentinos estamos cansados de pasar por encima de las urnas creyendo en salvadores iluminados y fraudulentos.
Dejemos actuar a la democracia.
Y si a veces nos equivocamos con el voto, aprovechemos al menos la lección.
Pero con la mejor buena voluntad y el mejor ánimo de colaboración, permítasenos señalar al gobierno que no se puede ni se debe reducir la problemática actual –ni ninguna otra- a un tablero de ajedrez donde juegan blancas contra negras.
Gobernar no consiste en ganar una partida, sino buscar soluciones que a todos satisfagan en alguna medida.
Cuando simplemente uno gana y otro pierde, se generan
más conflictos.
De allí a la violencia, hay sólo un paso.
No es función de la Liga del Consorcista manifestarse en contra ni a favor de ninguna medida de gobierno.
Pero sí nos corresponde aclarar algunos puntos que puedan servir para un correcto planteo de la cuestión, independientemente de los intereses en juego.
En primer lugar, ya hemos hablado del método.
El ámbito propio de discusión de la cuestión planteada es el Parlamento, al que no hay que limitar de manera alguna, porque ellos son los representantes, sea del pueblo, en el caso de Diputados, sea de las Provincias, en el caso del Senado.
Ni el poder ejecutivo, ni nadie debe presionar a los legisladores.
Mucho menos atraerlos con dádivas, como ocurrió en el Senado, hace algunos años.
En segundo lugar, sea legítimo o ilegítimo el derecho a imponer retenciones, no hay que confundirlo con el
derecho a abusar de él.
Dicho de otra forma: el gobierno puede o no tener derecho a fijarlas, pero no puede hacerlo de manera abusiva.
Los jueces y el propio sentido común indican que
un gravamen de más del 30 % resulta desmedido y
confiscatorio en cualquier orden de que se trate.
Y un derecho es o no abusivo independientemente de que existan señores
gritando a favor o en contra en una plaza.
Pareciera pueril señalarlo, pero querer convalidar un abuso tan evidente de esa manera, podría parecer que el gobierno trata al pueblo como niños.
Y en tercer lugar, digamos que el mundo enseña que existen países que saben crear riqueza, pero no saben distribuirla, y es así que tienen pocos ricos y muchos pobres.
Casos concretos son, por ejemplo, Estados Unidos o Brasil, donde conviven muchos millonarios con millones de pobres sin que ello los conmueva demasiado.
Otros países, en cambio, son incapaces de crear riqueza y por eso se dedican a repartir miseria.
El caso típico es Cuba, -cuyo régimen, hoy, curiosamente cuenta entre nosotros con muchos admiradores- donde cada habitante tiene asegurado un mínimo de sustento, educación y servicios médicos, pero a costa de sus libertades, tal cual ocurre dentro de las cárceles.
Esto recuerda una anécdota contada por Ortega y Gasset
que ilustra la diferencia que había entre la Revolución francesa, que terminó con el régimen feudal, y la revolución bolchevique, que diera lugar al comunismo.
Dice que en la revolución francesa, una zapatera se acerca al palanquín donde viaja cómodamente una duquesa y le dice: “-bájese de su carruaje, porque ahora, yo voy a viajar en él y usted viajará a pie”.
En cambio, durante la revolución comunista,
la zapatera se acerca al carruaje y exclama: “-bájese,
porque de ahora en adelante, todos viajaremos a pie”.
Nuestra presidenta ha dicho que el dinero de las retenciones se destinará a paliar necesidades sociales y a obras públicas.
Esa intención no la ponemos en duda y como tal, la celebramos.
¿Quién no ha admirado en su adolescencia a Robin Hood? Pero es necesario saber que para jugar a ser Robin Hood, hay que contar con una administración sumamente ética y eficiente, que garantice la efectiva distribución que se propone.
De lo contrario, todos sabemos lo que va a ocurrir: el dinero que se destine a aquellos fines, en el trayecto que media entre las arcas del Estado y la obra o el servicio en particular al que se destina, irá menguando, reduciéndose y colándose hacia bolsillos indebidos.
Siempre ha ocurrido lo mismo en nuestro país y es hora de reaccionar frente a la falta de control y de racionalidad, que es la verdadera cuestión de los argentinos y no la cuestión ideológica.
Pero, como dice el refrán, “para muestra, basta un botón”.
Hace poco, el nuevo Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires ha debido hacer una “encuesta” para saber con cuántos funcionarios contaba.
¿Puede imaginarse una administración más ruinosa? Probablemente lo mismo pasa en los niveles nacional, provincial y municipal.
Es un secreto a voces que
en nuestro país, el empleo público siempre fue una forma de paliar la desocupación.
Evidentemente, desde siempre se ha preferido esconder bajo la alfombra lo que no quiere verse.
Desde la Liga del Consorcista nos permitimos emitir una opinión, interpretando a la gente que no aspira a recibir del Estado ninguna prebenda, aporte, premio, canonjía ni ventaja que no sea a la vez otorgada a todos los demás ciudadanos.
Porque ha sido educada en la escuela del trabajo y no del empleo de favor, de la dignidad y no de la obsecuencia.
Argentina es un país tan inmensamente rico en recursos naturales y humanos, que no precisa contar con ideologías ni imitar determinados modelos, sino
simplemente administrar el dinero de todos con honestidad, transparencia y sentido común.
Sea el gobierno de
derecha o de izquierda, sólo basta con que sea capaz de erradicar la corrupción administrativa para hacer realidad el alto nivel de vida a que estamos destinados, por la Naturaleza excesivamente generosa de nuestra geografía.
En definitiva, nos basta con cumplir con las directivas de la Constitución Nacional y ejercer una administración austera y sensata.
Démonos cuenta que ningún plan ni proyecto ni ley funcionará verdaderamente mientras el gobierno no encare con seriedad una reforma del Estado que impida el robo en sus diversas manifestaciones: coimisiones y sobreprecios, licitaciones espúreas, operaciones no auditadas, cohechos desvergonzados, compra de voluntades, etc., etc.
Todos nos acordamos de los pollos de Mazzorín, de la tarjeta Banelco para comprar voluntades de legisladores, de una Corte Suprema complaciente con el Poder Ejecutivo y de tantas y tantas fechorías que han enturbiado la vida pública
argentina llevándose lo más precioso de nuestro pueblo, que es la esperanza.
Nuestro perfil no es, sin embargo, criticar sin proponer.
Se hace necesario una toma de conciencia por parte de las autoridades de que es necesario instrumentar una informatización total de la administración del manejo de los dineros públicos.
Se deben subir a Internet todos los contratos que firmen los funcionarios del Estado Nacional, provincial y municipal, para hacer posible que el pueblo pueda saber adónde va concretamente el dinero que paga a los gobiernos.
Quiénes son los que contratan, cuál es el contenido de los acuerdos, a qué precios y en qué condiciones.
En el siglo XXI, las nuevas tecnologías de la información exigen cada vez más una mayor participación de los ciudadanos en el manejo de la cosa pública.
Porque
todos los gobiernos nacen apuntando, sin duda, al bienestar general, sea como objetivo inmediato o mediato, tangible o supuesto.
Pero cuando aparecen los planes concretos, son fagocitados inmediatamente por la corrupción, ese monstruo recurrente que, como ciertos virus, son difíciles de erradicar.
En la era de la informática, el buen Robin Hood debe tomar conciencia de ello, porque, como en mayo de 1810, la solución será en definitiva hacer saber al pueblo “de qué se trata”.
La presidenta tiene la oportunidad y los medios para hacerlo.
Sería verdaderamente auspicioso que lo hiciera, porque eso es verdaderamente democracia.
Sólo así podremos superar
el rumboso camino de nuestra política, que parece atrapada dentro de un círculo vicioso, para iniciar otro virtuoso, que conduzca a una sociedad organizada, donde cada habitante se sienta que forma parte de una nación integrada, encontrando su lugar y su oportunidad de realización.
Y como nos consideramos optimistas irredentos, pensamos que tal vez, esto que nos pasa hoy a los argentinos
tenga su lado positivo.
Es saludable que se pongan al descubierto dos modos diferentes y opuestos de encarar el gobierno de la cosa pública y dos modelos diferentes de país.
Es conveniente que lo tengamos en cuenta, de cara a las próximas elecciones, a la hora de decidir en qué tipo de sociedad queremos vivir.