El año que se inicia es el bicentenario del nacimiento de uno de los hombres públicos más admirados y a la vez más combatidos de nuestra historia: don Domingo Faustino Sarmiento.
Dependiente de almacén, lector infatigable, maestro, periodista, político, escritor, militar, diplomático, senador, gobernador de provincia y presidente de los argentinos.
Defensor de las libertades públicas y sobre todo, educador, vocación que ejerció siempre, sea cual fuere la función que le tocara desempeñar en la vida.
No hay elogios suficientes para describir a este luchador incansable.
Pero si hay algo que resaltar como ejemplo, a las puertas del bicentenario de su natalicio, es el profundo amor por su patria, a la que sirvió, como dice el himno que lo recuerda, con la espada, con la pluma y la palabra.
Por ello, sin duda debiera ser considerado como el modelo insuperable al que debiéramos mirar todos los argentinos, especialmente aquellos que se dedican a la política.
Sarmiento fue una de esos personajes cuya trayectoria nos enseña que a la gente no se la debe juzgar por lo que dice, sino por lo que hace.
Esto es especialmente oportuno resaltarlo hoy, entre nosotros, donde los debates de ideas no existen en absoluto y las reyertas políticas suelen esconder intereses mezquinos.
El Sarmiento verbal lo mostraba como un hombre bien plantado pero altanero, excesivamente espontáneo y hasta desmedido cuando se trataba de combatir la ignorancia.
Pero el otro Sarmiento, el de los hechos, lo revelaba como un ser superior, y su figura se agiganta a medida que pasa el tiempo.
Sobre todo pensando en la cantidad de realizaciones que fue capaz de llevar a cabo y que aún perduran.
Más allá de sus virtudes y defectos, el amor a su patria lo consumía y este fue el denominador común en toda su vida, desde su infancia paupérrima, en el diminuto poblado de Carrascal, en San Juan, hasta su muerte, también pobre, en Asunción.
En uno de sus numerosos libros, llamado “Argirópolis”, proponía a Urquiza la formación de una gran nación, integrada por Argentina, Uruguay y Paraguay, que iría a competir en grandeza con las naciones más civilizadas del mundo.
Huyendo de sus enemigos hacia Chile, dejó esculpida una frase lapidaria: “las ideas no se degüellan”, dirigida a los dictadores de su tiempo.
Fue presidente de la república durante los años 1868 y 1874 y en la lista de sus logros, se cuentan: la ley de educación común 1420, ya antes propuesta para su provincia, San Juan, cuando fuera gobernador.
También impulsó los ferrocarriles y el telégrafo, modernizó el servicio de correos, creó la Contaduría General de la Nación y el Boletín Oficial, organizó el primer censo nacional, introdujo el servicio de tranvías, fundó el Liceo Naval y el Colegio Militar de la Nación, diseñó el Jardín Botánico y el Jardín Zoológico, fomentó la inmigración europea, como manda aún hoy el art.
25 de la Constitución Nacional, y creó un sistema educativo que, al decir del reciente premio Nóbel, Vargas Llosa, fue modelo en el mundo, superior inclusive al de la Europa de entonces.
A doscientos años de su nacimiento, su obra y su inmensa capacidad de trabajo sólo pueden despertar admiración.
Nació en 1811, cuando la patria era apenas un puñado de aldeas dispersas en el desierto, y cuando murió, menos de ochenta años después, la Argentina había asumido una verdadera vocación de potencia.
Supo encontrar la clave del progreso de los pueblos, que es la educación, e hizo su tarea, bajo el lema de “hay que educar al pueblo soberano”.
Hoy, tal vez debiéramos aggiornar esa frase, y decir que “hay que educar a los políticos”.
Enseñarles que la historia se construye entre todos, que la verdad se descubre en el ejercicio del dialogo con los adversarios y oponentes.
Y, en fin, que más allá de las encuestas de opinión y los discursos, lo que le importa a la gente, son los hechos: Una administración transparente, leyes útiles e inteligentes, una mejor justicia y un sueño de gran nación.