Después de muchos años de creer que los argentinos carecíamos de una fuerte identidad nacional, hoy he llegado a la conclusión de que sí existe algo que nos distingue, y es lo siguiente.
En todos los países, por lo general, las personas parecen acomodarse naturalmente dentro de ciertos estamentos sociales relativamente fijos.
Es decir que las clases sociales son bastante marcadas.
Pese a que en todas partes la gente aspira a tener más bienes, más confort y más poder, cada uno lo hace dentro de su ámbito social propio.
Esto ocurre en casi todo el mundo.
El argentino, en cambio, no tolera la idea de que pueda existir una clase social superior a la suya.
La mera posibilidad la percibe como una especie de ofensa.
Una injusticia.
Esa particularidad argentina tiene algo de bueno y algo de malo, como todas las cosas.
Somos por ello creativos, improvisados y osados; anárquicos y exagerados, emotivos, chantas y exitistas.
Insoportables snobs, pero extraordinariamente talentosos.
Pero dicho rasgo tiene un costado sumamente pernicioso: hace que se confunda el derecho de todos a merecer un trato igualitario, que es de estricta justicia, con la ilusión de que todos somos iguales, lo cual constituye un error garrafal.
Existe gente preparada y gente que no lo está. De tal suerte, cualquiera se cree dueño de la verdad y habla de cualquier tema como si supiera más que el que se ocupa de ello o está calificado para hacerlo.
Y existe una consecuencia aún peor: la desaparición del valor “ejemplaridad”, que es fundamental para toda organización social.
Al creer que somos todos iguales, se supone que quien ha llegado al poder ha sido por obra y gracia de la suerte y no por propios merecimientos.
Por eso, el poder no se considera fuente de responsabilidades, sino simple motivo de regocijo, como quien ha sacado la lotería.
A los que mandan en Argentina les cuesta creer que los cargos públicos son cargas y obligaciones antes que beneficios.
Tal vez parezca injusta esta generalización, pero es tanta la cantidad de latrocinios que ha sufrido el pueblo argentino a lo largo de su historia por gobernantes de todos los sectores políticos, que no creemos ser exagerados.
Habría que indagar quién, qué personaje en nuestra historia se ha encargado de invertir la pirámide social para convencer a la gente de que ser ministro o legislador está al alcance de todos y no requiere esfuerzo alguno, salvo estar ligado a los que mandan, por amistad u otros intereses.