Como es costumbre, una vez más los gremios han anunciado recientemente la reapertura de negociaciones paritarias con las entidades patronales de cada sector.
¿Quién podría afirmar que esas convenciones colectivas pudieran tener algún aspecto dañoso, como sugiere el título de este artículo? Sin embargo, sí lo tienen, y es más: podría decirse que el mismo constituye uno de los peores vicios de nuestro país, por las consecuencias nefastas que ocasiona.
La peor de ellas es que los ricos terminan siendo más ricos, y lo pobres, más pobres.
Y esto no es broma, sino simple realidad, según lo expondremos a continuación.
Veamos; atento a la desigualdad económica que suele existir entre empleados y empleadores, las convenciones colectivas de trabajo han sido creadas con el noble propósito de fijar pautas mínimas obligatorias a la contratación individual del trabajo que impidan posibles abusos.
Dichos convenios también obligan a revisar periódicamente los salarios pactados para ajustarlos en relación a la rentabilidad lograda por las empresas empleadoras.
Este motivo obedece asimismo a la loable finalidad de hacer que, de alguna manera, éstas compartan sus ganancias con su personal asalariado.
Desde luego que el sistema, así concebido, resulta justo, y así lo ha entendido nuestra Constitución Nacional al consagrar ese derecho de los gremios a concertar convenciones colectivas de labor.
Por su parte, la ley 14250, con diversas modificaciones, reglamentó, a grandes rasgos, esa prerrogativa sindical.
Lo que no queda claro, legalmente hablando, es el contenido concreto que deben tener esas negociaciones.
Si bien se considera que debe ser libre y sin condicionamientos, es natural que su ámbito deba recaer sobre el mejoramiento de las condiciones de trabajo y no sobre cuestiones ajenas a la relación laboral.
Como consecuencia, ocurre lo de siempre: cuando existen derechos ilimitados, quienes los ejercen suelen desmedirse, acabando por desnaturalizarlos.
Expliquémonos: lo lógico, legítimo y legal, es que empleados y empleadores discutan ampliamente sobre el trabajo en sus múltiples facetas, sus condiciones de ejecución, remuneración y rendimiento, dentro de cada actividad, en sus aspectos económicos y humanos.
Es decir, sobre la jornada de trabajo, los descansos, las prestaciones sociales, el régimen disciplinario, disposiciones relativas al campo de la seguridad social, cultural o recreacional, etc.
etc.
En cuanto al orden económico, pueden disponer incentivos salariales a la productividad, lo relacionado con la asignación, cálculo y pago de todo tipo de pluses por desplazamiento, peligrosidad o particularidades específicas de ejecución de las tareas, etc.
Y en especial, como ya lo hemos dicho anteriormente, pueden y deben ajustar los salarios conforme a la ganancia obtenida por los patronos en cada actividad.
Lo que, en cambio, resulta absolutamente inadmisible y es necesario resaltar, es que en esas negociaciones entre partes se aborde el tema de la corrección de los salarios por causa de la inflación.
Es oportuno recordar que la inflación consiste en la pérdida del poder adquisitivo del dinero y afecta a todos los habitantes por igual, por lo que resulta claro que su solución está fuera del alcance de los patronos.
Es el Estado Nacional, en su carácter de emisor de la moneda, quien, de manera exclusiva y excluyente, debe hacer las correcciones necesarias sobre los salarios de todos, sin distinción ninguna, así sean trabajadores activos como pasivos, servicio doméstico o rurales.
Para todos quienes viven de un salario.
Porque la cuestión se circunscribe, como hemos dicho, a la pérdida de valor del signo monetario.
Tolerar que los gremios lleguen a acuerdos por separado en torno a este asunto vital constituye una confusión conceptual de nefastas consecuencias.
Podría decirse que es la fuente de muchos de los problemas económicos, sociales y políticos que nos afectan a los argentinos, desde antiguo.
¿Por qué es ello así? Porque los sindicatos fuertes, o aquellos que gozan de estrecha vinculación con el poder político, que son los que disponen de mayor capacidad de presión, logran para sus afiliados mejores sueldos que otros gremios de menor incidencia.
Con ello se disloca, naturalmente, el equilibrio de las relaciones socioeconómicas de la población, además de violentarse el principio constitucional de igualdad ante la ley.
Y sobre todo, es importante resaltar que no faltará aquel sector empresarial a quien le convenga elevar los salarios de sus trabajadores para usar ese incremento como excusa para aumentar a discreción los precios de los bienes que produce o los servicios que presta.
Este último es un factor harto conocido por todos, responsable en gran medida del proceso inflacionario.
(¿Quién no ha comprobado, por ejemplo, en los supermercados, la disparidad entre los aumentos que se aplican a los productos de las góndolas, con los magros incrementos salariales que reciben las cajeras, repositores y personal de limpieza?)
Por añadidura, el régimen vigente posee un costado que no dudamos en calificar de perverso, y es el siguiente: Por un lado, incluye, como si fuesen empresas, a los edificios de propiedad horizontal, simples vecindarios carentes de objeto, inversión y rentabilidad -únicos parámetros que legitimarían, naturalmente, reuniones paritarias constantes.
Por el otro, excluye del sistema a aquellos individuos y grupos que carecen de todo elemento de presión, como son los jubilados y pensionados, rezagándolos cada día más en la escala social.
Es de desear que la opinión pública preste atención a este grave problema, advirtiendo que el mismo consagra, entre otros desaciertos, una fragmentación inaceptable del poder del Estado en favor de grupos de particulares, lo cual conspira contra el interés general.
Y lo que es más indigno aún, facilitando con ello un ataque a la economía de jubilados y pensionados, que son los sectores más vulnerables de la población.