Ponencia del Dr.
Osvaldo Loisi dada en el marco del
XX Congreso Argentino de Logoterapia
el 14 de Septiembre de 2007
en la Universidad del Museo Social Argentino
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Quisiera mencionar las experiencias recogidas en la Fundación que presido, “Liga del Consorcista de la Propiedad Horizontal”, con motivo de haber cumplido más de una década en la prestación de un servicio de orientación jurídica que hemos venido brindando en forma ininterrumpida, dirigido a las personas que viven o trabajan en edificios de Propiedad Horizontal.
Brevemente, cabe mencionar que la Propiedad Horizontal es el sistema legal que hace posible dividir un edificio por pisos, para poder venderlos fraccionadamente.
Este régimen, instituido en Argentina en el año 1948, derogó la antigua tradición del Derecho Romano según la cual la propiedad del suelo se extendía sin límites en sentido vertical (hasta el cielo y el infierno, se decía) sin poder fraccionarse.
Es decir, que un edificio, por más alto que fuere, no podía pertenecer a varios dueños superpuestos.
El propietario de un terreno lo era necesariamente de todo lo plantado y edificado en él.
Hasta entonces, abundaban en Argentina los edificios de inquilinatos llamados vulgarmente “conventillos”, donde se hacinaban multitud de familias, la mayoría inmigrantes provenientes de ultramar, atraídas por la abundante necesidad de mano de obra que el país de entonces necesitaba.
Esa ley vino a popularizar enormemente la propiedad privada y a cambiar en gran medida la geografía de las ciudades, que comenzaron a crecer hacia arriba, poblándose de edificios cada vez más altos.
No obstante y más allá de las evidentes ventajas socioeconómicas del nuevo régimen, a través del tiempo, comenzaron a aparecer ciertos efectos negativos.
Sobre todo en sus aspectos humanos.
Debemos señalar que la convivencia en esos edificios es, por lo general, bastante precaria y con mucha frecuencia se advierte en ellos una carencia casi absoluta de sentido comunitario de sus moradores.
Claro que desde el punto de vista del mercado de la vivienda y los negocios inmobiliarios, el hecho aparece como menor, pero existe una realidad que no puede soslayarse: faltan genuinas relaciones de vecindad.
Salvo raras excepciones, las personas que viven en departamentos, pese a hacerlo bajo un mismo techo, sobre un mismo terreno y encontrarse diariamente en ascensores y pasillos, no se conocen, entre sí, no se tratan, ni conviven en el sentido humano de la palabra.
Curiosamente, aunque se supone que esas circunstancias debieran ser motivo de acercamiento, en la realidad cotidiana ello no se verifica.
El fenómeno en sí mismo carecería de gran trascendencia, si no fuera por los efectos nocivos que produce en ciertas personas que habitan solas y carecen de una vida activa debido a su edad avanzada, impedimentos físicos u otras razones.
Aquí se da la paradoja de que la encomiable independencia que el régimen ofrecía, se transforma en la práctica en un factor de incomunicación, que bajo determinadas condiciones, desemboca en alienación.
A través del ejercicio diario de la consulta hemos verificado que existe aproximadamente un diez por ciento de individuos que detrás de supuestos problemas legales, revelan padecer de una cierta patología originada en la coexistencia en esos edificios, que aún no ha llamado suficientemente la atención de la comunidad científica.
La persona que vive sola, en una casa de campo o de ciudad, se siente dueña de la tierra que pisa y del cielo que la cubre.
Se siente señora de su soledad.
La invade el silencio y la ausencia de límites, y ello constituye en general un estímulo a su actividad, física o mental.
Su aislamiento lo percibe como un espacio que ella debe llenar.
Distinta es la situación de quien vive en departamento.
Está sometido a multitud de pequeños o grandes ruidos, olores, voces o músicas, que le recuerdan la existencia de personas que viven y conviven bajo sus pies o sobre su cabeza, o pared por medio; ajetreo humano del que se encuentra excluído físicamente.
Vale decir que no la invaden el espacio ni la soledad, sino las huellas de una coexistencia ajena de la cual se encuentra escindida.
Fragmentos de vida humana que él o ella no pueden compartir.
Entonces, las paredes y los pisos dejan en cierta medida de funcionar como tales, para convertirse en limitaciones a su vitalidad.
Algo bastante semejante a una prisión.
No debe olvidarse que condición esencial al nacimiento de cualquier convivencia sana, es la espontaneidad, que es favorecida por la ausencia de límites entre las personas.
Pero cuando los límites preceden al encuentro, ninguna convivencia es posible.
Entonces sobreviene indefectiblemente la sensación de incomunicación.
Ese es el secreto drama de la Propiedad Horizontal.
Así lo vivencian los ancianos que han debido abandonar la casa grande, luego del alejamiento de los hijos, o los jubilados, que luego de una rutina de toda una vida deben dejar de trabajar.
O los pensionados, que han perdido al cónyuge.
O quienes por impedimentos físicos están obligados a guardar reposo.
Allá afuera, muros afuera, la convivencia humana existe.
Se escuchan quedamente las voces o ruidos que denotan el bullir de la vida cotidiana.
Sólo que él o ella, no tienen acceso ni participación.
Esa es la sensación, la vivencia interior de esos seres para quienes independencia puede llegar a significar aislamiento y alienación.
Sin pretender aquí proponer soluciones, por exceder el marco de estas líneas, brevemente describiremos algunas de las perturbaciones anotadas.
Se advierte una gran desvalorización interior que el individuo sufre y que por todos los medios, tratará de compensar.
Sea exagerando sus reclamos al consorcio o a sus vecinos, sea llamando la atención de éstos acerca de su importancia o habilidades.
Extralimitándose en el uso de la palabra en las asambleas, o en el peor de los casos, imaginándose víctima de conductas hostiles por parte de los demás.
Es en este estadio donde comienza, naturalmente, el estado de alienación.
A veces, esta última derivación llega a desembocar en verdaderos procesos judiciales.
Usualmente penosos en razón de ignorarse sus reales motivaciones psicológicas.
Lo cual suele ponerse en evidencia durante las audiencias de conciliación, durante las cuales los jueces intentan dar finiquito a la controversia.
El individuo se aferra tenazmente al problema, oponiéndose a cualquier solución.
Con mucha frecuencia, detrás de una demanda por daños, por ejemplo, se persigue en realidad un propósito de escarnio a la contraparte, de exaltación del propio ego, o incluso de autocastigo.
Lamentablemente nuestros tribunales no han advertido aún la importancia de contar con asesores psicológicos de oficio para deslindar ese tipo de perturbaciones que en ciertos procesos, extienden su duración estérilmente durante años sin motivos aparentes.
Cuesta creer que al diseñar aquella ley, los legisladores de entonces no hayan previsto la necesidad de esos edificios de contar obligatoriamente con un espacio de reunión y esparcimiento de sus moradores, del mismo modo como previeron una vivienda destinada a la portería.
Por fortuna, muchas nuevas construcciones, a instancias del propio mercado, prevén la necesidad de construir en esos edificios un salón de usos múltiples que de cierta manera abre la posibilidad de fomentar en ellos algún tipo de actividad social y la posibilidad de trabar relaciones humanas saludables.
Pero la mayoría de las construcciones de cierta antigüedad carecen de esas facilidades.
Es de esperar que una futura reforma del régimen de propiedad horizontal tome en cuenta los fenómenos apuntados y de alguna manera estimule en aquellos conglomerados humanos la educación para la convivencia participativa.
Pero no basta con eso.
La ley puede dar un marco adecuado.
Todas las técnicas, en este caso, la legislativa, son vías más o menos apropiadas.
Pero los problemas de los seres humanos se solucionan con la acción de otros seres humanos, porque todos sabemos que la peor ley puede funcionar perfectamente en cualquier comunidad cuando existen inteligencia y buena voluntad en quienes deben aplicarla.
Y viceversa: la mejor ley no alcanza cuando falla el elemento humano.
Pero en rigor de verdad, tampoco alcanzan la inteligencia y la buena voluntad.
Es necesario aún otra cosa: el sentido, que como la brújula del barco puede llevar los mejores esfuerzos a buen puerto o al desastre.
En el caso concreto de la soledad y la incomunicación que abunda en los consorcios, la clave es revertir la común tendencia a considerarnos pasivos ante la vida.
Y en este tema, debemos rendir homenaje al maestro de Viena, fundador de la tercera escuela de psicoterapia: el Dr.
Víctor Frankl, que hoy nos convoca.
Víctor Frankl fue el titán espiritual de un movimiento que se atrevió a derribar las puertas de las torres de cristal en las cuales tradicionalmente se enclaustran los investigadores del alma.
Frankl hizo de la psicoterapia, no sólo una disciplina, sino una misión.
Por eso convoca, como un nuevo evangelio, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a realizar la gran obra que llevará la paz a un mundo convulsionado, que vaga sin sentido hacia el escape y la fuga del yo.
¿Qué otra cosa si no, son las drogas, el ruido, el consumismo y la banalización de las costumbres que hoy asolan a la sociedad tecnológica?
Frente a los problemas anotados, es necesario que “el hombre que está solo y espera”, del que hablaba Raúl Scalabrini Ortiz, llegue a saber que puede llenar de sentido su soledad simplemente adoptando lo que Frankl llama “logoactitud”.
Que le enseña que su misión en este mundo no es la de espectador, sino la de actor.
El sentido es como una construcción.
No importan los materiales para edificarla.
Cualquier cosa que tengamos a mano puede y debe encontrar su lugar específico dentro de un conjunto cuyo orden no lo da la materia sino que es fruto del espíritu.
Las peores condiciones pueden servir de semillero a los más grandes emprendimientos.
Emilio Salgari, el creador del famoso personaje “Sandokan, el Tigre de la Malasia”, nunca salió de su Italia natal.
Y la gran Hellen Keller, ciega, sorda y muda de nacimiento, recorrió el mundo dando conferencias a favor de los discapacitados.
¿Dónde está el secreto, entonces, de lo que llamamos éxito o fracaso, sino en el espíritu?
Frankl enseña sabiamente que cualquier cosa puede ser estímulo suficiente para encontrar el sentido de la existencia.
A veces será un libro, otras, una palabra reconfortante.
La vida no debe ser justificada.
Es en sí misma una finalidad, un propósito, una razón.
La manifestación más genuina del amor.